Por cada plato desabrido dejado a un lado amablemente, hay un restaurante entero pidiendo a gritos ser tenido en cuenta
Hacerse cargo.
Siempre me rechinaron esas palabras. Suenan a obligación, a tener qué. Parece que todo monto de goce, toda posibilidad de encuentro real se redujera a cenizas al pensar/sentir “me tengo que hacer cargo”.
A veces nos “hacemos cargo” y no lo sabemos. Suele suceder cuando en los vínculos, de cualquier tipo, nos ponemos al hombro llevar a buen puerto lo que se entable. Una suerte de asimetría donde una de las partes propone, y más allá de lo que parezca a simple vista por la inactividad aparente, el otro dispone. No hay nada más engañoso que la pasividad. Nunca es tal. Delimita, limita, marca. Juega desde la inacción y condiciona solapadamente.
El peligro que corremos las personas que amamos servirnos de la bandeja de la vida, es, entre tanto plato delicioso y digno de catar, comandar uno con apariencia de factura gourmet y exiguo contenido. ¡Qué decepción! Algo así sentí al comer un lemon pie de esos que venden en el supermercado. Estéticamente comestible, con ese relleno de limón y ese merengue, se transformó en un fiasco con gusto a medicamento y remedo de huevo. Pensé en los que hacía mi ex primera suegra, tan chatitos, pero con una crema de limón deliciosa y un merengue digno de un recuerdo.
Cómo decía entonces, a veces nos encontramos con ese plato/clavo entre las manos, y sacamos el inmigrante alojado en nuestra buena educación y nos da lástima tirarlo.
Mi madre hasta el día de hoy come aquello que no le gusta por no desperdiciar. Yo prefiero empaquetarlo bien y llevarlo hasta el container, donde lo cuelgo del lado de afuera y alguien que lo va a apreciar más que yo, se lo lleva al toque.
Para mí aquellos que se acercan con la intención de que nos hagamos cargo, se constituyen en una mala elección en el menú. El plato no tiene la culpa. Está ahí. Se desliza por la carta exhibidora. Es uno el que estira la mano.
Ahora bien, una vez constatado lo poco gratificante del producto… ¿a santo de qué comérselo íntegro? Por cada plato desabrido dejado a un lado amablemente, hay un restaurante entero pidiendo a gritos ser tenido en cuenta. Por no decir que de cuando en vez, una purificante dieta de líquidos e introspección hace un bien bárbaro. Pero el miedo, el bendito miedo, es el que nos hace aferrarnos al magro platito. Porque cualquiera que haya pasado hambre evita reeditar la desagradable experiencia. Y así, asidos a poco sustanciosas presencias nos condenamos a un valle de ausencias dignas de abrirse camino hasta nuestras vidas/bocas.
Brindo porque cada alimento sea un festejo. No importa lo simple que a la vista pueda ser: eso sí, debe ser gustoso, digno de recordar, geométricamente simétrico y afectivamente refrescante y nutritivo.
“Dedicado a las personas gustosas, recordables, simétricas, refrescantes y nutritivas que me rodean y dan sentido al camino” GRACIAS GRACIAS GRACIAS!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos