MI TERCER DIVORCIO. EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR
La tercera vez que me casé fue de pescadoras blancas y un buzo rosa. Pensándolo bien hubo un color diferente para cada matrimonio. El primero de negro como duelando lo que se venía. El segundo color crema un color tan sin bríos como estaba yo misma en ese momento. Pero el tercero surgió de las ganas más profundas. Así que los colores fueron los que anunciaron una historia que hasta el día de hoy no terminó. Simplemente se resignificó.
Tres carreras. La última mi verdadera pasión. Tres matrimonios. El último el que más amor contuvo. Hay quien hace las cosas bien de primera. Y quiénes recién acertamos a la tercera.
Ninguna de las tres veces estaba madura para sostener un vínculo. Más bien quería que el vínculo me diera el sostén emocional que yo misma no había logrado encontrar.
Pero este vínculo se volvió de pareja para ser familia. Y un tipo de familia por la cual se siente una lealtad e incondicionalidad que no necesariamente las de sangre cumplen.
Cuando Micaela volvió a mi vida, junto con ella recuperé las ganas de vivir. Y vivir se volvió una aventura constante, en donde los sentimientos, la alegría, los riesgos, la pasión, se desataron. Habían estado congelados tanto tiempo que no midieron intensidad, se adueñaron de mi vida entera, y me entregué a ellos. Tanto tiempo de tristeza, cada día era un cheque en blanco para vivir al extremo.
Extremos y compromisos no se llevan bien. Así que nos separamos mucho tiempo antes de divorciarnos, pero nunca lo terminamos de hacer del todo. Porque lo quiero con toda mi alma, me quiere con toda su alma, sólo que no estamos enamorados.
Así que en el 2012 dos amigas del alma y yo misma fuimos a la audiencia de divorcio por riñas y disputas que una abogada nos había recomendado como la más rápida y sencilla. Sólo que nunca habíamos discutido. Ni peleado. Ni reñido. Y era un compañero de vida querido por todas mis amigas. Me había acompañado en el estudio de la carrera de mis sueños. Y en la anterior también. Compartíamos vida de una buena manera.
La jueza se encontró con tres mujeres llorosas que no hilvanaban mentiras. Y tuvo el buen tino de no hacernos decir lo que no era y dió rápidamente por cerrado ese capítulo.
Esa tercera vez que fue la vencida me encontré con el mejor ser humano del mundo. Ese en quien más confío. Y la vida nos puso ante muchas situaciones límites. Con su salud. Con las decisiones que fuimos tomando. Y cada vez nos elegimos.
No puedo imaginar un vínculo mejor que el que tuvimos y el que creamos para vivir cuando nos salimos de ese formato. Amor se escribió con mayúsculas después de él, y nunca volví a usar minúsculas.
Me volví a enamorar todas las veces que fueron necesarias porque creo en vivir enamorada. Pero cuando bebés una bebida exquisita, tan pura, tan límpida como el agua de la fosa de la diosa de la alegría, se vuelve difícil permanecer en un lugar por mucho menos que eso.
Alguien me dijo que “el hombre” no es el enemigo. Claro que no lo es. El otro es quien es. Y nosotras quienes sabemos y podemos. A veces se dan esos encuentros que resignifican la vida y más allá de cómo terminen, valen la alegría y la pena.
Amar es siempre correr un riesgo. El de sufrir. Sufrir cuando se termina. Sufrir si no es lo que idealizamos. Sufrir si nos separamos. Sufrir si nos quedamos y ya no la estamos pasando bien. Pero ese riesgo tiene un sentido más profundo…el de construir.
Construir una versión de nosotras mismas que nos lleva a crecer, aprender, movernos, disfrutar, gozar, vivir.
En ese movimiento constante que es la vida construimos y destruimos para volver a construir. Aún dentro de un único vínculo de esos que duran para toda la vida. Una construcción con todas las ganas , una pieza de piano exquisita para ser tocada a cuatro manos, un salto al vacío sin más red que la sed de honrar la vida.
Y aún en esos momentos de tristeza profunda, de duelo y reconstrucción, poder mirar hacia atrás y ver la propia película en movimiento. Porque hay algo más doloroso que vivir y equivocarse…es no haberse animado nunca a hacerlo. Creer que no era posible. Dar por perdido el partido inclusive antes de tocar la cancha con los pies.
Mi aprendizaje en este último divorcio, es que el verdadero amor transmuta, crece, se transforma, pero nunca desaparece. No es necesario que parta de la vida. Ni vivir un final abrupto. Pero sólo perdura después de su “final” cuando ninguno de los dos está enamorado del otro. Porque si así fuera, el propio dolor lo impide ser.
Bendiciones infinitas! Nunca estamos solas….
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos