Blog - Nunca estamos solas

Lo que es el Cabo Polonio en mi vida…

Una suerte de progenitor al pie del cual llevo a mis personas importantes. El remanso de paz donde voy cada diciembre para encontrarme conmigo misma y con las ganas de vivir que a esa altura del año van faltando en Montevideo.

Al Cabo lo conocí a los 22 años, y la primera vez que fui entramos con El Francés. Yo no soy, y lo reconozco, de los del Cabo “de la primera hora” Pero fui de los de la tercera o la cuarta y lo amo igual Al Cabo lo conocí con mi hija cuando tenía 4 años, con su padre que fue el primer amor de mi vida y con la perra más divina que existió, Cassandra.

Al Cabo fui a lamerme las heridas después de mi primer divorcio, al rancho de Laura en la Calavera, donde como no había baño una cagaba a la luz de la luna con los pastitos haciéndole cosquillas por aquellas zonas.

En el Cabo vi mis primeras noctilucas, e inauguré la costumbre de tirarme corriendo desnuda desde las dunas para caer en el agua helada, recordando cada hebra de mi cuerpo que estoy viva. Al Cabo llegué abrazada al ser amado, o en grupo enloquecido de alegría porque íbamos a compartir una casa todo turismo. Entré a última hora de la noche con el Canario como si fuera un pueblo fantasma y amenazante, y en las primeras horas de la mañana con el Cachorro. Y cada vez que lo vi, apareciendo ante mí, sentí que estaba en casa. Al Cabo fui contando los vintenes para comprar el pan y acarreando cuadras y cuadras los bolsos y los sobres de dormir. O llegué glamorosa en el carro de Popeye, comprando vino embotellado en vez de suelto.

En el Cabo vi a mi primer pareja de gays abrazados y entrecruzando sables al borde del mar. Y leí libros inolvidables que acarreé desde Montevideo, además de visitar tres o cuatro veces por semana la biblioteca de Los Corvinos. El Cabo es el almacén de Lujambio, el pan de la Chela calentito a las 6 de la tarde, es el boliche de Joselo, el faro, los lobos, las rocas, las barcazas llenas de camarones que uno saborea de antemano cuando ve los barcos pescando desde la ventana del rancho. Son las peregrinaciones para conseguir un teléfono y hoy en día, las visitas a la Comisaría para pedir que carguen el celular.

El Cabo son las velas, el baño con la olla de agua caliente o los bidones que se calentaron todo el día al sol para regalar la ducha más precaria y lujosa. El Cabo son las caminatas con Diego, es la Azulenca, el Aquelarre, es Jorge Drexler, las tormentas.
Es el tiempo que perdona y se extiende el doble y pasa lento y pausado.

El Cabo son los atardeceres en la Sur, con Samantha Navarro tocando la guitarra. Son los teros que te corren cuando atravesás su territorio, o las comadrejas con los hijos colgando que te miran con ojos extraviados cuando vas a llevar la basura a los tachos de madera en la noche. Es esa abuela de todos los años, vestida de blanco, que vemos pasar a caballo con el nieto.

El Cabo es Amor, es Sosiego, Lujuria, Algarabía, Naturaleza, Espíritu, Literatura. Es mi gata Maat apropiándose de los espacios descubriéndolos por fuera de su destino de gata de apartamento. Es mi hija llegando con mi madre un 25 de diciembre, y haciéndome llorar de alegría porque no la esperaba. El Cabo es una forma de ver la vida desde el promontorio de una roca, que se puede trasladar a cualquier parte, en cualquier tiempo al aprender a buscarla internamente.

Bendiciones infinitas! Nunca estamos solas!

Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos